Amara.
Su corazón latía con violencia, pero su mente recordó algo que su madre le había enseñado en las noches, cuando el televisor apenas funcionaba y se entretenían con historias: cómo hacer RCP. Su madre había aprendido en un curso gratuito en la iglesia y solía repetirle a Amara: “Nunca sabes cuándo Dios pondrá una vida en tus manos.”
Empujando con torpeza a los adultos paralizados, Amara caminó por el pasillo.
—¡Déjenme pasar! —dijo con una voz que temblaba, pero estaba llena de autoridad infantil.
Llegó al asiento de Richard, lo vio desmayado, pálido, con el pecho apenas moviéndose.
—¡Acuéstenlo en el suelo! —ordenó.
Algunos pasajeros obedecieron, sorprendidos por aquella niña diminuta que hablaba con tanta firmeza. Amara colocó sus pequeñas manos entrelazadas en el centro del pecho del millonario y comenzó las compresiones.
—Uno, dos, tres, cuatro… —contaba en voz alta, jadeando, presionando con todas sus fuerzas.
Luego inclinó su cabeza hacia la de él, abrió sus vías respiratorias y sopló.
Los pasajeros contenían la respiración. Las azafatas, aún aturdidas, la observaban trabajar como si estuvieran viendo un milagro.
5. La lucha por la vida
El tiempo se volvió viscoso. Cada segundo parecía una eternidad. El cuerpo de Richard no respondía. Amara sentía el sudor mezclarse con lágrimas.
—No te mueras —susurraba entre compresión y compresión—. No aquí, no ahora.
Algunos pasajeros comenzaron a llorar. Otros grababan con sus teléfonos, incapaces de apartar la vista.
