Gloria, añadía:
“Cariño, no malgastes tu futuro con un hombre que ni siquiera tiene una camisa limpia”.
Pero Angela se mantuvo firme. Creía en Malick.
El día de la boda, Angela resplandecía con su vestido blanco, sencillo pero sublime. Cuando Malick entró, surgieron murmullos. Su traje parecía reutilizado, sus zapatos gastados. Risas ahogadas, miradas burlonas… Pero los ojos de Angela no se apartaron de los suyos.
Cuando llegó el momento de los votos, a Malick le temblaban las manos al tomar el micrófono.
“Sé que muchos se preguntan por qué un hombre como yo está aquí, junto a Angela”, comenzó.
“Me ven como un vagabundo sin futuro. Pero se equivocan.”
Se hizo el silencio en la sala. Angela frunció el ceño, intrigada.
“La verdad”, continuó Malick, “es que vivía bajo una apariencia engañosa. La barba, la ropa, incluso mi cojera; todo formaba parte de un papel. Quería saber si alguien podría amarme por quien soy, no por lo que tengo. Durante diez años… he sido millonario.”
