Una mujer negra se casa con un hombre sin hogar; los invitados se ríen, hasta que su discurso de boda lo cambia todo.

Un murmullo de asombro recorrió la sala. Angela se quedó boquiabierta; ella tampoco lo sabía.

“Cuando conocí a Angela, nunca le importó el dinero ni las apariencias. Vio al hombre detrás de todo”, dijo con la voz temblorosa de emoción. “Por eso la amo”.

Con un chasquido de dedos, la sala se transformó: aparecieron cortinas doradas, candelabros de cristal iluminaron el espacio y suntuosas flores adornaron las mesas. Los asistentes llevaron a Angela a otra sala para vestirla con un vestido resplandeciente digno de una reina.
Cuando regresó, Malick, con un traje impecable, la tomó de la mano.

“Angela”, susurró, “me amabas cuando no tenía nada. Hoy quiero darte todo”.

Los invitados, antes arrogantes y burlones, se quedaron paralizados en un silencio atónito. Habían juzgado demasiado rápido. Ese día, comprendieron que la verdadera riqueza no se mide ni en el dinero ni en la apariencia, sino en el corazón.

Esa noche, Angela y Malick bailaron bajo las luces centelleantes. Los susurros se habían desvanecido. Lo único que quedó fue respeto, asombro y la verdad ardiente: el amor siempre triunfa sobre el juicio.