Un multimillonario invitó a modelos para que su hija eligiera una madre, pero ella señaló a la empleada de la limpieza.

Clara no era sofisticada, pero era dulce. No usaba perfume, but exhalaba el olor reconfortante de la ropa limpia y el pan caliente. No hablaba el lenguaje de los multimillonarios, pero sabía amar a una niña solitaria. Y por primera vez en mucho tiempo, Richard se preguntó: ¿buscaba una esposa para su imagen… o una madre para su hija?

El punto de inflexión tuvo lugar dos semanas después, durante una gala benéfica. Richard, fiel a las apariencias, había llevado a Amelia. Llevaba un vestido de princesa, pero su sonrisa sonaba falsa. Mientras él discutía con inversores, Amelia desapareció. El pánico creció, hasta que la vio cerca de la mesa de postres, llorando. —¿Qué ha pasado? —exclamó él. —Quería un helado —explicó un camarero avergonzado—. Pero los otros niños se burlaron de ella. Dijeron que su mamá no estaba allí.

Richard sintió que se le oprimía el pecho. Antes de que él interviniera, apareció Clara. Presente discretamente esa noche para vigilar a Amelia, se arrodilló y secó sus lágrimas. —Cariño, no necesitas un helado para ser especial —murmuró—. Ya eres la estrella más brillante aquí. Amelia sorbió por la nariz, acurrucándose contra ella. —Pero dijeron que no tenía mamá. Clara dudó, lanzó una mirada hacia Richard. Luego, con tierno coraje, dijo: —Tienes una mamá. Te mira desde el cielo. Y mientras tanto, yo estaré a tu lado. Siempre. Se hizo un silencio: la asamblea había oído. Richard sintió las miradas converger hacia él, no con juicio, sino con expectación. Y por primera vez, comprendió: no era la imagen lo que criaba a un niño. Era el amor.

A partir de entonces, Richard cambió. Ya no reprendió a Clara, aunque mantenía las distancias. Observaba. Veía a Amelia florecer junto a ella. Veía a Clara curar rodillas raspadas, contar cuentos, dar abrazos contra las pesadillas. Veía también la tranquila dignidad de Clara. Nunca una petición, nunca un favor. Trabajaba con gracia, y cuando Amelia la necesitaba, se convertía en más que una empleada doméstica: un refugio. Poco a poco, Richard se sorprendió a sí mismo deteniéndose junto a las puertas, escuchando las suaves risas que acompañaban los cuentos de hadas.

Durante años, su casa había resonado con silencio y formalismo. Ahora, respiraba calidez. Una noche, Amelia tiró de la manga de su padre: —Papá, prométeme algo. —¿Qué cosa? —preguntó él, divertido. —Que dejarás de mirar a las otras señoras. Ya he elegido a Clara. Richard rio suavemente. —Amelia, la vida no es tan simple. —¿Por qué no? —insistió ella, con los ojos llenos de inocencia—. ¿No lo ves? Ella nos hace felices. Mamá en el cielo también querría esto. Sus palabras lo alcanzaron más profundamente que cualquier argumento de negocios. Richard se quedó mudo.