Las semanas se convirtieron en meses. Su resistencia cedió ante la evidencia: la felicidad de su hija importaba más que su orgullo. Una tarde de otoño, invitó a Clara al jardín. Ella parecía nerviosa, alisando su delantal. —Clara —dijo él con una voz más suave de lo habitual—, le debo una disculpa. La he juzgado injustamente. —No necesita disculparse, señor Lancaster. Conozco mi lugar… —Su lugar —la interrumpió él—, está donde Amelia la necesita. Y parece que es… con nosotros. Clara abrió los ojos como platos. —Señor, quiere decir que… Richard exhaló largamente, como si se despojara de años de armadura. —Amelia la había elegido mucho antes de que yo abriera los ojos. Y tenía razón. ¿Aceptaría… formar parte de esta familia? Las lágrimas brotaron en los ojos de Clara. Se llevó una mano a la boca, incapaz de responder. Desde el balcón, una vocecita triunfó: —¡Te lo dije, papá! ¡Te dije que era ella! Amelia aplaudió, rompiendo a reír.
La boda fue sencilla, muy lejos de la pompa esperada del clan Lancaster. Ni fotógrafos de sociedad, ni fuegos artificiales. Solo la familia, algunos amigos cercanos y una niñita que no soltó la mano de Clara mientras caminaba hacia el altar. De pie en el altar, Richard comprendió por fin. Durante años, había construido su imperio sobre el control y las apariencias. Pero los cimientos de su futuro —el verdadero imperio que quería proteger— estaban hechos de amor.
Amelia sonreía, tirando suavemente de la manga de Clara: —¿Ves, mamá? Te dije a papá que eras tú. Clara besó la coronilla de su cabeza. —Sí, cariño. Tenías razón. Y por primera vez en mucho tiempo, Richard Lancaster supo que no solo había ganado una esposa. Había ganado una familia que ninguna fortuna en el mundo podía comprar.
