George sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. «Tu marido me pidió que te dijera esto literalmente: “Eleanor, eres más fuerte e inteligente de lo que creen. Ya es hora de que sepan con quién se meten”».
Esa noche, después de que George se marchara, me senté frente al tocador y, por primera vez en meses, me miré de verdad. Vi a una mujer de 69 años, con el pelo canoso que había dejado crecer, y arrugas que contaban la historia de 40 años de alegrías y penas. Pero también vi algo que había olvidado: una parte de mí, una parte de mi espíritu indomable.
Durante todos esos años siendo la esposa perfecta, la madre abnegada, había enterrado a la guerrera de mi juventud: la mujer que vendía joyas para ayudar a Arthur a construir su imperio, la que trabajaba en varios empleos cuando el dinero escaseaba, la que luchaba contra bancos, proveedores y la competencia para proteger a su familia. Esa mujer seguía ahí, dormida, pero no muerta. Y era hora de despertarla.
Al día siguiente, lancé un contraataque. Primero, llamé a mi banco y transferí diez millones de dólares a una cuenta local. Necesitaba ese dinero de inmediato para poner en marcha mi plan. Luego, contraté una empresa de seguridad privada para que vigilara mi casa las veinticuatro horas. Si mis hijos hubieran intentado acelerar mi arresto, se habrían encontrado con mucha más resistencia de la que anticipaban. También contraté a un contador público certificado para auditar todos los negocios familiares. Quería un registro oficial de cada centavo malversado. Finalmente, consulté con tres abogados penalistas y les entregué copias de todas las pruebas contra Steven y Daniel. Quería estar preparada para cualquier eventualidad.
