Los albergues eran un infierno. Cucarachas. Peleas. Susurros: ¿a quién se le puede confiar un niño y a quién no?
Nunca me separé de los niños. Hice cola para comida gratis. Llamé a las puertas de los servicios sociales. Lavé la ropa en los lavabos. Les peiné con peines rotos.
A veces pensaba simplemente tomarlos de la mano y meterme en el río. En silencio. Sin dolor. Desaparecer.
Pero al ver a Ezra sonreír en sueños, o a Saraya agarrarme el dedo con su manita regordeta, supe: aún tenían esperanza. Aunque yo no la tuviera.
Un día, escuché una conversación: una zona abandonada a las afueras del pueblo. Una antigua zona industrial, ahora despejada. Maleza, hormigón agrietado. Inútil para nadie.
“No podemos construir allí, la tierra está contaminada”, dijeron.
Pero mis ojos se iluminaron. Porque no tenía nada que perder.
A la mañana siguiente, caminé tres kilómetros con mis zapatillas rotas y encontré esta tierra. Muerta. Olvidada. Como yo.
Esa noche, reuní a los niños y les enseñé un dibujo rudimentario: un huerto. Tomates, zanahorias, hierbas. Incluso gallinas, si sueñas.
“No tenemos semillas”, dijo Ezra.
“Ni palas”, añadió Maika.
“Ni casa”, susurró Naomi.
“Pero tenemos manos. Y somos un equipo”, dije. “Y eso ya es mucho”.
Al día siguiente, salimos a ese terreno.
