Todavía recuerdo aquella salida tan temprano por la mañana. Sin discusiones, sin gritos, sin platos rotos. Todo sucedió en silencio.
Chris se despertó, se puso sus mejores vaqueros y zapatillas, besó a los niños en la frente como un fantasma y cerró la puerta silenciosamente tras él. Sin nota, sin explicación, sin promesa de llamar. Solo el clic apenas audible de la cerradura. Y silencio.
Al principio, no tuve miedo. Cuando la casa huele a panqueques y seis manitas te tiran de los pantalones pidiendo más jarabe, sigues adelante porque tienes que hacerlo.
Las primeras señales de que no iba a volver fueron apenas perceptibles. Mensajes sin responder. Un cheque que nunca llegó. Un aviso de cancelación del seguro con un gran sello rojo de “CANCELADO”.
Me repetía a mí misma que solo necesitaba tiempo. Espacio. Que la vida lo tenía acorralado y que solo intentaba respirar. Pero las semanas se convirtieron en meses. Y lo entendí: respiraba. Pero no a mi lado.
Las facturas se acumulaban más rápido que una montaña de ropa sucia. Primero los servicios. Luego la comida. Luego la hipoteca.
Seis bocas hambrientas. Seis cuerpecitos creciendo y necesitando ropa. Y yo, con treinta y seis años, sin título, sin ahorros, sin plan B.
Acepté cualquier trabajo: camarera, niñera, limpiadora nocturna en oficinas. Trabajé hasta quedarme exhausta, hasta que me sangraban los pies con mis viejas zapatillas remendadas con cinta adhesiva.
