Me quedé allí, sin palabras, aliviada y un poco avergonzada a la vez. Mi hija me miró con sus ojos muy abiertos y asombrados:
«Mamá, ¿está todo bien?».
Tartamudeé un «sí, sí, perfecto» antes de cerrar la puerta, roja como un tomate.
Y en el pasillo, me eché a reír. Una risa nerviosa al principio, luego una risa de alivio, casi de ternura.
Acababa de comprender algo esencial: nuestros adolescentes no siempre están donde esperamos que estén. A veces, nos sorprenden, y a menudo para bien.
Aprender a dejar ir (incluso cuando es difícil
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