El “embarazo” que desconcertó a los médicos: ¿Qué crecía realmente dentro de esta mujer de 50 años?

Rosa, una firme defensora de los remedios caseros, evitaba los hospitales a toda costa. Para ella, eran lugares de último recurso, no para revisiones rutinarias. Un té de hierbas fuerte era su solución para todo. Pero Ader, su marido desde hacía treinta años, era todo lo contrario. Necesitaba respuestas y ver sufrir a su esposa se estaba volviendo insoportable.

Una mañana, tras otra noche en vela, Rosa se paró frente al espejo. Su reflejo la miraba distorsionado. Su vientre estaba más grande que nunca. Por un instante fugaz y surrealista, la idea de un embarazo críptico cruzó su mente. Había oído historias de mujeres que concebían pasados ​​los cincuenta. Era la única explicación que parecía encajar con aquellos síntomas extraños. Pero la descartó rápidamente. Llevaba más de tres años en la menopausia. Era imposible.

Cuando Ader la encontró, la angustia en su rostro era inconfundible. —Rosa, ya basta —dijo, perdiendo la paciencia—. Tienes que ir al hospital.

Pero era el día en que sus hijos y nietos la visitaban. —Hoy no —suplicó—. Quiero disfrutar del día con ellos. Prepararé un té. Probablemente sea solo líquido o algo así.

Llegó la familia, y aunque Rosa había elegido un vestido holgado, el cambio en su aspecto era imposible de ocultar. Sus hijos la bromearon cariñosamente sobre la posibilidad de que estuviera esperando otro bebé, pero Ader aprovechó el momento. Les explicó el dolor, la hinchazón y la obstinada negativa de su esposa a buscar ayuda. Mientras Rosa intentaba restarle importancia a sus preocupaciones, otra oleada de dolor la invadió, tan intensa que casi se desmaya. Su hijo mayor la sujetó justo a tiempo.

La familia estaba horrorizada y le suplicaba que fuera a urgencias. «Lo prometo», jadeó, respirando con dificultad para soportar el dolor. «Si esto no se me pasa para el final del fin de semana, iré».

Dos días después, la promesa se rompió y Ader estaba desesperado. El vientre de Rosa estaba ahora sorprendentemente hinchado, como el de una embarazada de nueve meses. Esa mañana la encontró en la cocina, preparando otro té potente con las hierbas de su jardín.

—Esto se acaba hoy —dijo Ader con voz firme y desesperada—. Te llevo al hospital, Rosa, quieras o no.

Mientras él la tomaba suavemente del brazo, un grito profundo y desgarrador resonó en la casa. Rosa se desplomó en sus brazos, temblando incontrolablemente. El dolor era distinto ahora: agudo, implacable y aterrador. Jadeó, agarrándose el estómago al sentir un poderoso cambio en su interior, algo vivo y desesperado por salir. Ader, pálido de miedo, le puso una mano en el vientre y retrocedió. Él también lo sintió. Un movimiento fuerte y definitivo bajo su piel.

“¡Oh, Dios mío, ¿qué es eso?”, gritó.