Rompió a llorar.
En ese momento, comprendí que el dolor no conoce límites y que, a veces, un completo desconocido puede convertirse en una luz en la oscuridad de otra persona.
Durante las semanas siguientes, hablamos, compartimos y sanamos un poco.
Me habló de Jacob, de su risa, de sus sueños, de sus pequeñas costumbres.
Le conté mis propias dificultades.
Un día, me dijo:
—Me devolviste la vida.
En cierto modo, ella también me había salvado.
Unos meses después, Anna era voluntaria en el hospital infantil.
Un niño la llamaba «Tía Anna».
Se reía entre lágrimas mientras me contaba la historia.
Una tarde, vino a mi casa con una cajita.
Dentro había un relicario de oro.
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