La olla cayó al suelo de la cocina con un estrépito, salpicando la comida sobre las baldosas limpias. Rosa jadeó, llevándose la mano al estómago cuando un dolor, más agudo y cruel que ninguno que hubiera conocido, la atravesó. Su marido, Ader, entró corriendo, con el rostro desencajado por la alarma. «Rosa, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?».
Intentando disimular el miedo que la atenazaba, esbozó una débil sonrisa. «No es nada grave, Ader. Solo un pequeño dolor de estómago. Ya se me pasa». Pero Ader había visto la mueca que no podía ocultar. Durante semanas, la había estado observando, con una silenciosa preocupación que crecía en su interior.
—He notado que tienes el vientre un poco hinchado —dijo con suavidad, procurando no alterarla—. ¿No crees que deberíamos ir al médico?
Rosa hizo un gesto de desdén con la mano. —¿Hinchazón? No es nada. Solo he comido demasiado. —Tenía 50 años, era una orgullosa madre de tres hijos y siempre había cuidado meticulosamente su salud y su aspecto. La idea de que algo anduviera mal le parecía un fracaso personal. —Volveré a mi rutina y estaré bien enseguida.
Ader insistió, intentando aligerar el tenso momento con un toque de humor. “Aun así, nunca antes habías subido tanto de peso. Si no te conociera, diría que estás embarazada”.
Ella soltó una risita, pero la preocupación en sus ojos delataba su actitud despreocupada.
Durante los días siguientes, Rosa emprendió una ofensiva total contra su vientre hinchado. Corrió, montó en bicicleta, siguió una dieta con férrea disciplina, pero la hinchazón solo empeoró. La ansiedad comenzó a enroscarse en su estómago, una compañera constante del dolor persistente. Entonces llegó algo nuevo y absolutamente aterrador: una clara sensación de movimiento en su interior. Intentó racionalizarlo, convencerse de que eran gases o indigestión, pero en el fondo, un miedo primigenio se estaba arraigando.
