NIÑA A LA QUE TRATARON COMO BURRO DE CARGA… PERO LA VIDA LA RECOMPENSÓ Y LA HIZO LA MÁS RICA DEL

Un día, mientras el primer brote de manzanilla asomaba como un suspiro verde entre la tierra, don Basilio la miró trabajar en silencio y dijo que los poderosos creen que el poder es un bastón, pero el poder verdadero es cuidar algo frágil hasta que deje de serlo. Y ella respondió diciendo que ya no temía al camino, porque cada paso parecía un diálogo con alguien que por fin la escuchaba.

Tal vez Dios, tal vez la tierra, tal vez ambas cosas, hablando el mismo idioma. Y en ese intercambio dulcemente tenso se selló el pacto que ninguno de los dos necesitó repetir. Él enseñaría sin guardarse nada y ella aprendería sin quedarse nada para sí.

Y si algún día el dinero llegaba, si algún día los boticarios de la ciudad pagaban por sus flores y sus aceites, ese dinero sería río para regar otras manos, no estanque para pudrirse. Cuando una tarde de viento leve, el primer pequeño botón blanco se abrió sobre el tallo como un ojo que despierta, Isabelita sintió que algo dentro de ella también florecía, no una alegría ruidosa, sino una paz. y dijo al volver a casa que la tierra la había llamado por su nombre.

Y su madre respondió diciendo que la veía distinta, que sus ojos tenían una firmeza nueva, y ella explicó que ya no caminaba para huir del hambre, sino para llegar a un lugar. Y aunque el mundo seguía igual, aunque don Gaspar aún golpeaba el patio con su bastón, aunque las burlas de algunos niños no habían aprendido humildad, la niña comprendió que una vida puede cambiar sin ruido cuando una semilla despierta y así entre manos pequeñas y sabiduría vieja, entre dolor que cicatriza y esperanza que aprende a pronunciarse, comenzó la siembra que un día, sin presagio de trompetas,

transformaría el valle entero. El viento de la tarde bajaba de las lomas con olor a eno y a humo de fogones, cuando el murmullo del pueblo comenzó a espesarse alrededor de Isabelita como un enjambre perezoso, y las voces, primero en susurro y luego en comentario abierto, repetían que ahora la burrita de carga cree que puede ser boticaria, que si la niña de los cántaros se ha vuelto señora de remedios, que quién le dio permiso para plantar aires de grandeza en tierra de pobres. Y mientras esas palabras

resbalaban por las paredes de adobe como agua sucia, ella clavaba la vista en la tierra, hundía los dedos en el surco para revisar la humedad exacta, contaba las hojas de manzanilla, como se cuentan cuentas de un rosario, y rezaba en silencio, pidiendo que su corazón no se hiciera piedra ante la burla, porque dijo que una piedra que contesta a pedradas solo levanta un muro más alto y en lugar de responder encendía la paciencia.

cargaba dos jarras pequeñas del pozo para no forzar el pie, que aún le dolía en las noches, y con la delicadeza de quien sostiene un recién nacido, regaba el pie de las plantas hasta ver el brillo preciso del barro. Miraba al cielo para leer el rumbo del viento, y colocaba sobre cuerdas de cáñamo las primeras flores secas que don Basilio le enseñó a separar con manos tibias.

Y cuando una mujer al pasar soltó que a ver cuánto le dura la fantasía, otra repuso que de fantasías no se llena la olla y un hombre masculló que el patrón no verá con buenos ojos que el campo le cambie el rostro. Isabelita respiró hondo, dejó que el aire le ordenara el pecho y respondió solo para sí misma, diciendo que no trabaja para demostrar nada a nadie, sino para honrar a su madre, para dar escuela a Catalina y pan a Juanito, y para que ningún niño vuelva a sangrar en un arroyo por un cántaro roto.

Algunas tardes, al volver con la falda manchada de verde y las uñas con tierra, doña Beatriz la miraba con una mezcla de miedo y orgullo y decía que tenga cuidado con las lenguas, que golpean sin dejar marcas y duelen como si quedaran. Y ella contestaba diciendo que el ruido no abona las plantas, que la burla no seca las flores, que el único lenguaje que la tierra reconoce es el de las manos que sirven.

Y entonces se inclinaba otra vez sobre los cestos y comprobaba que ninguna flor de manzanilla estuviera húmeda. Porque don Basilio había repetido que la humedad escondida es traición segura. Y ella respondió diciendo que ninguna traición cabría en su trabajo, porque cada flor era una promesa para la gente que sufría.

Cuando don Gaspar regresó de un viaje breve a la ciudad, con el chaleco más apretado por la vanidad que por la gordura, el patio de la hacienda vibró con el golpeteo seco de su bastón y con un olor a cuero y tabaco que anunciaba disgusto, y apenas se enteró por el mayordomo de que la niña de los cántaros ahora movía gentes y cosechas, dijo que la diversión de unos días estaba pasando a insolencia, que hacía falta recordar a cada quien su sitio.

Así que descendió por el camino de la ribera con dos peones que le abrían paso como si anduviera por un saloncito de ciudad, y llegó al lomo donde Isabelita revisaba con don Basilio la sombra adecuada del tendido, y dijo que había venido a felicitar a la muchacha por su ambición, para que no diga que el patrón no sabe reconocer el esfuerzo.

Pero en su voz había una ironía tan afilada que cortaba como cuchillo viejo. Y añadió que si deseaba prosperar de veras podía alquilar su fuerza a la hacienda, porque allí los experimentos se hacían a gran escala y los resultados se contaban en plata. Y remató insinuando que la sierra tenía caminos difíciles, que una niña no debía andar sola, que hay manos que protegen y hay manos que aprietan.

Y lo dijo como quien muestra los dientes dentro de una sonrisa. Entonces Isabelita, que sintió por un segundo el viejo temblor en las piernas, se irguió con la serenidad que aprenden los que ya han sangrado una vez, y afirmó que no sabía leer pergaminos, que no conocía las letras de los contratos, que no entendía de escrituras ni de sellos, pero que sabía trabajar hasta que la noche se cansara antes que ella, que sabía tener fe cuando los bolsillos están vacíos, que sabía que a la tierra se le habla sin gritos y responde sin humillar. Y dijo también que agradecía

la oferta, pero su trabajo pertenecía a su madre y a su casa, y al pueblo que no tenía botica, y que si alguna vez entraba en una, sería para vender lo que sus manos habían cuidado, no para venderse ella misma. Y aunque sus palabras fueron suaves, cayeron con el peso de una piedra justa en el estanque del orgullo de don Gaspar, quien replicó que entendía la insolencia de la juventud, que la libertad tiene fronteras, que una niña no manda en el valle. Y don Basilio, sin levantar la voz, añadió que quien manda sobre la

tierra es el que la sirve, que los surcos no obedecen látigos, sino estaciones. Y el ascendado lo miró con desprecio de clase, dio media vuelta y al irse dijo que vería cuánto duraba la salud de esas flores sin la bendición del patrón. Cuando se fue, el silencio quedó denso, como si el aire mismo dudara, y don Basilio murmuró que a veces el poder se asusta de las cosas pequeñas, que un brote puede desordenar un imperio si crece en el lugar correcto. E Isabelita respondió diciendo que no quería desordenar nada, solo

enderezar un poco su vida y la de los suyos. Y volvieron al trabajo como si nada. Los días que siguieron estuvieron llenos de señales pequeñas que para otros serían invisibles, pero para ellos eran confirmaciones claras. Los tallos de manzanilla sostuvieron sin quebrarse un cielo de botones blancos que olían a pan recién hecho.

Las matas de árnica se cubrieron de flores amarillas como soles humildes en el suelo, y las hojas de valeriana, nerviosas y verde oscuro, guardaban un rumor de noche mansa. Y cada amanecer Isabelita contaba los brotes y decía que había más que ayer y menos que mañana, y a veces se reía sin risa, solo con los ojos, porque el asombro le subía por la garganta como agua fresca.

Cuando llegó el primer corte, don Basilio dijo que recordara lo de las manos tibias, que la flor se defiende de dedos fríos, que se corta temprano antes de que el sol las convenza de abrirse de más. Y ella obedeció con la concentración reverente de quien participa en un rito antiguo. Fue llenando canastos de mimbre con cabezas perfectas. Separó con cuidado las que mostraban alguna mancha. Tendió las mantas de lino a la sombra para que la brisa hiciera su oficio y no quedó en ellas ni una chispa de humedad.

Y al ver el montón creciente de flores, don Basilio dijo que eso no se consigue con suerte, se consigue con amor y se le humedecieron los ojos como a un padre que ve caminar a su hija por primera vez. Mientras tanto, en el pueblo, la burla empezó a confundir su tono. Ya no era carcajada, sino cuchicheo nervioso.

Alguien comentó que el campo de la niña huele bonito hasta la calle de la iglesia. Y otra respondió que la vieja Tomasa juró que su reuma calmó con una cataplasma. Y entre dudas y curiosidad, algunos comenzaron a pedir consejo para Dolores Viejos, y la chosa de Isabelita se convirtió en un lugar donde la gente llegaba con una molestia y salía con un paquetito de hojas y una indicación precisa sobre el agua, el tiempo y la fe. Llegó inevitable el día del viaje a la ciudad y el alba trajo una luz casi blanca que hacía brillar las botellas de

vidrio que don Basilio había guardado como si fueran tesoros. y subieron a la carreta con los cestos mejor cerrados, atados con cuerda de cabulla para que el camino no se bebiera su trabajo. y atravesaron el valle siguiendo el cauce del río, hasta que las piedras del camino se hicieron más pequeñas y las casas más juntas, y pronto el empedrado se atrevió bajo las ruedas como una música irregular, y el bullicio de pregones, el olor a cuero curtido, a pescado, a tinta fresca en papeles oficiales, le dijeron a Isabelita que el

mundo no terminaba en Santa Lucía. Al detenerse frente a la botica de Maese Quiroga, un local de madera oscura con anaqueles repletos de frascos alineados como soldados, el corazón de la niña golpeó con fuerza porque dijo que allí iban a pesar lo invisible, su paciencia, su exactitud, su fe.

Y al entrar, el boticario, con lentes redondos y manos manchadas de polvos verdes, los examinó de cabeza a pies con curiosidad profesional. preguntó de dónde venían, quién había hecho el corte, quién había secado, quién había decidido el día de recolección.

Y don Basilio respondió diciendo que la niña eligió el alba y que su mano se paró flor de flor, como se separa lágrima de lágrima. Y el Boticario pidió ver, abrió un cesto, hundió los dedos y dejó que las flores cayeran entre sus manos como lluvia. acercó la nariz y cerró los ojos para oler la vida exacta de la manzanilla.

Luego tomó un frasco con alcohol y probó una tintura de árnica que habían preparado. Miró contra la luz un aceite de valeriana y dijo que esto no es campesino, esto es oficio. Y cuando preguntó si podían abastecerlo con regularidad, don Basilio respondió diciendo que la tierra habla con calendarios y que si la ciudad respeta los tiempos del campo, el campo sostendrá la ciudad.

Y entonces maese Quiroga hizo cuentas rápidas en una libreta. Miró a la niña a los ojos como si quisiera medir no el peso de sus flores, sino el peso de su determinación. Y anunció un precio que para Isabelita fue como si el techo del mundo se abriera y dejara caer una lluvia de verano sobre una siembra enferma.