NIÑA A LA QUE TRATARON COMO BURRO DE CARGA… PERO LA VIDA LA RECOMPENSÓ Y LA HIZO LA MÁS RICA DEL

Era dinero suficiente para pan muchos días, para ropa, para un cuaderno en la escuela de la parroquia, quizá para un par de sandalias nuevas para su madre. Y ella sintió que la vista se le nublaba, contó las monedas con dedos temblorosos, las acarició con la yema como si fuesen criaturas, y dijo con voz quebrada, “Qué gracias.

No por el dinero, insistió, sino porque alguien miraba su trabajo como trabajo verdadero. Y el boticario replicó que la pureza no se finge, que la manzanilla no miente y que volvería a comprar si la calidad no bajaba un ápice. a la salida. Con el corazón medio liviano y medio asustado por la responsabilidad, don Basilio caminó en silencio unos pasos y luego dijo que lo más difícil no es llegar, sino mantenerse sin perder el alma, que la prosperidad tienta a la soberbia como el hambre tienta a la mentira. Y ella respondió diciendo que quería que sus manos siguieran oliendo a

tierra y no a orgullo, que si llegaba más dinero sería río, no charco. Y él asentó con satisfacción mansa, como quien ve que una puerta que abrió en otro corazón conduce a un jardín y no a un salón de espejos. Al volver a Santa Lucía, el polvo del camino ya no raspaba igual.

El aire parecía celebrarlo sin gritos. Y en el pueblo algunos fingieron no ver y otros se acercaron a preguntar en voz baja si de verdad la ciudad había pagado tanto. Y doña Beatriz, al contar el montón de monedas sobre la mesa, lloró en un silencio que no fue de derrota, sino de alivio, y dijo que Dios había puesto su mano y que la niña había puesto el resto. Y Catalina brincó alrededor diciendo que la escuela olería a Tisa.

Nueva y Juanito estiró las manitas sin entender más que el brillo de las piezas redondas. E Isabelita, en medio de todo, guardó un momento para entrar a su cuarto pequeño, apoyó la frente en la madera y oró con una calma que nunca había sentido, diciendo que no quería venganza contra nadie, que la humillación de ayer no merecía memoria si iba a robar la paz de mañana.

Y pidió, con la humildad de quien sabe que el camino apenas empieza, que su corazón se mantuviera manso, que su trabajo siguiera limpio, que las plantas no la abandonaran. Y cuando salió el mundo era el mismo, pero su mirada lo hacía distinto y la gente que quiso ver vio.

El amanecer entró por la rendija del techo como una cinta dorada que se desenrollaba sobre la mesa donde doña Beatriz había dejado la noche anterior las monedas envueltas en un paño. Y mientras el gallo ensayaba su voz y el pueblo bostezaba entre fogones que recién despertaban, Isabelita se sentó frente a esas monedas y dijo en silencio que el brillo no le pertenecía, sino servía a otros, porque recordó la jornada del manantial, el filo de la esquirla clavándose en su pie y la mirada de sus hermanos sobre el pan escaso.

Y entonces tomó una decisión que le recorrió todo el cuerpo como si cambiara de sangre. Se levantó, abrió el arca donde guardaba el morral de don Basilio y el cuaderno de dibujos de hojas y calendarios, y salió a la calle todavía fresca con el corazón golpeando un compás de alegría tranquila.

caminó hacia la plaza con las sandalias aún nuevas que Maese Quiroga había pagado sin saberlo y se colocó bajo la sombra del Fresno. Y allí, sin esperar a que la gente se reuniera, comenzó a decir en voz clara que tenía semillas para repartir, que había aprendido a prepararlas para que no se perdieran, que quien quisiera plantar manzanilla, árnica o valeriana y trabajara con paciencia, podía llevarse un puñado, que ella enseñaría a sembrar y a secar sin cobrar nada, porque dijo que la riqueza que no se comparte se pudre igual que las flores mal secadas. Y esas palabras que sonaban a insensatez en oídos acostumbrados a la escasez fueron

atrayendo primero miradas tímidas y luego pasos resueltos. Y doña Tomasa fue la primera en acercarse con el delantal todavía húmedo y afirmó que no tenía tierras grandes, apenas un patio consola a medias, pero que sus rodillas pedían a gritos la ayuda de la árnica. Y preguntó si serviría ese rincón.

E Isabelita respondió diciendo que toda tierra que respire sirve, que el secreto era el agua justa, el sol a la hora precisa, y la sombra cuando el calor se volviera látigo, y con las manos pequeñas vertió en la palma de la anciana un puñado de semillas mientras explicaba con una paciencia nueva que parecía prestada de don Basilio, que debía abrir surcos finos y no enterrar demasiado, que vigilaría las primeras hojas como quien vigila el sueño de un recién nacido.

Y otra mujer, con un bebé anudado a la espalda y ojeras viejas, dijo que su esposo se había ido con una cuadrilla y que desde entonces el dolor le trepaba la espalda cada tarde, que si esas hierbas servían, ella aprendería a secarlas.

Y un hombre flaco que olía a cuero comentó que en su casa había un corral sin uso y que tal vez la valeriana le ayudaría a dormir cuando el hambre lo apretaba por dentro como un puño. Y así, en menos de una hora, las semillas de la niña que fue burrita estaban sembrando también en las manos de su gente una sensación nueva parecida a la esperanza.

Esa misma tarde, Isabelita organizó lo que ella llamó la rueda de manos y dijo que cada quien sembraría en su patio o pequeña parcela, pero que los trabajos más delicados, como el primer secado y la preparación de tinturas, los harían juntos en el galpón que montarían detrás de su casa. y explicó que colgarían cuerdas para las flores, que el humo debía mantenerse lejos, que se abrirían ventanas altas para que la brisa corriera sin llevarse el perfume, que el lino limpio sería el lecho de las cabezas de manzanilla, que la árnica pediría alcohol de buena ley y oscuridad, que la valeriana guardaría su fuerza bajo la tierra hasta el momento

exacto. Y cada instrucción estaba trenzada con una mirada que decía, “Yo confío en ti.” Y el pueblo, que había visto muchas veces promesas que se evaporaban, encontró extraño ese regalo sin factura, esa autoridad sin gritos, y poco a poco la plaza se llenó de preguntas y cuadernos improvisados de papel pardo, donde algunos, los que sabían letras, anotaban calendarios y otros, los que no, dibujaban soles, lunas y vasijas para recordar la medida del tiempo y del agua.

En las noches, cuando la lámpara de aceite pintaba en la pared, sombras de hojas y las voces se apagaban en el pueblo como brasas que se cubren, Isabelita se quedaba revisando el cuaderno de don Basilio y decía que debían recoger testimonios de los resultados, que no bastaba la fe sin observación, que a cada alivio de Reuma, a cada herida que cerraba, a cada insomnio que se rendía ante la valeriana, le pondrían fecha, luna, método y medida. porque afirmó que el bien necesita memoria para multiplicarse y que ella no quería curas a ciegas.

Quería saber por qué algo funcionaba. Y doña Beatriz, apoyada en el marco de la puerta, sonreía con esa ternura cansada de las madres que ven a sus hijos crecer hacia su destino, y murmuraba que Dios estaba haciendo el resto. El segundo paso llegó como una siembra en terreno nuevo cuando Isabelita dijo que ningún niño volvería a ser llamado burrito de carga, que los hijos del pueblo leerían y escribirían para no aceptar humillaciones envueltas en papeles sellados, que la oración sería su abrigo y la letra su herramienta. Y propuso abrir una pequeña escuela en la sala más amplia de la casa de semillas. Y aunque

algunos soltaron una risa breve diciendo que las letras no llenan la olla, otros asentaron con gravedad. Y doña Tomás ofreció unas bancas viejas que su marido había hecho antes de morir y el herrero dijo que podía enderezar las patas. Y un joven que había aprendido a escribir en la parroquia se ofreció a enseñar a cambio de un plato de sopa al anochecer.

Y así, al cabo de unas semanas, la escuela del alma abrió sus puertas y los niños entraron descalzos con el pelo alborotado y las manos nerviosas. Y en la pared, junto a una cruz de madera, Isabelita clavó, con la solemnidad de quien firma un pacto, una tablilla donde escribió con su mejor letra: “La humildad no significa obedecer al abuso y la fe no es excusa para la ignorancia.

” Y les dijo a los pequeños que aprenderían a juntar letras y a juntar manos, que a veces orar sería agradecer y otras veces sería pedir valor para decir que no. Y cuando una niña tímida preguntó si las niñas también aprenderían, Isabelita respondió diciendo que sí, que las niñas primero, porque dijo que una madre que lee levanta no solo su casa, sino el aire que la rodea. Y en esa mañana de tisas torcidas y risas contenidas nació un rumor nuevo en Santa Lucía, un rumor de trompos que descansaban para dar paso a las sílabas.

No faltó quien quisiera apagar esa luz y no tardó mucho para que Don Gaspar, más silencioso que antes, más lento de bastón y con la piel apagada por un cansancio que la riqueza no cura, apareciera en el borde de la plaza, como quien duda si entrara en una iglesia donde no cree. Y preguntó por Isabelita con una voz que al principio quiso ser la de siempre, y luego tropezó con un temblor que revelaba años y derrotas.

Y cuando la encontró a la sombra del fresno rodeada de mujeres que entregaban flores secas con la precisión de artesanas, él dijo que había venido a hablar sin testigos, que no buscaba trato ni negocio, que necesitaba vaciar un peso que le apretaba el pecho, y ella que aprendiera a escuchar en la sierra el susurro del agua y ahora escuchaba también el de las almas, asintió con una serenidad que no fue condendencia, sino justicia mansa.

Caminaron unos pasos hacia el borde del río y allí, sin bastidor ni público, el hombre que había prohibido socorrerla, dijo que el poder le había comido la conciencia, que su casa grande parecía más chica desde que la niña levantó su escuela, que desde hacía meses dormía mal, que los latidos le recordaban el golpe de su bastón sobre el patio.

Y concluyó afirmando que venía a pedir perdón no por miedo a Dios, aunque dijo que Dios lo estaba mirando, sino por necesidad de volver a verse hombre. Y cuando cayó, el viento pareció contener la respiración. Isabelita sostuvo ese silencio como se sostiene un niño que llora con firmeza y compasión.

Y respondió diciendo que del dolor aprendió a trabajar y de su crueldad aprendió la medida de lo que nunca hará. Y añadió que por eso le daba gracias, porque sin saberlo la empujó hacia el camino en que no se humilla para vivir, que no guardaba rencor, porque el rencor es una piedra que se lleva en el pecho, pero que el perdón no borra la deuda con el pueblo.

Y le dijo que si quería de veras limpiar sus manos, que las pusiera al servicio, que hay madera que cortar, bancos que enderezar, niñas que necesitan cuadernos. Y don Gaspar bajó la cabeza de manera que por primera vez su bastón no fue símbolo de mando, sino bastidor de viejo. Y respondió diciendo que haría lo que estuviera en sus fuerzas, que no pediría lugar en la mesa, que pediría permiso para barrer el suelo.