NIÑA A LA QUE TRATARON COMO BURRO DE CARGA… PERO LA VIDA LA RECOMPENSÓ Y LA HIZO LA MÁS RICA DEL

Y cuando terminó de hablar, al silencio se quedó escuchando como si el techo pudiera responder, y no hubo música ni consuelo, solo el rumor del viento y el crujido de la madera vieja. Pero en esa ausencia de respuestas encontró una especie de paz pequeña, una decisión tímida, el pensamiento de que al amanecer subiría de nuevo a la sierra, aunque el pie ardiera, porque la humillación no le quitaría lo único que sentía suyo, que era la dignidad de levantarse otra vez.

Y con esa idea como manta se dejó caer por fin en un sueño inquieto donde el agua del manantial no la hacía caer, sino que la sostenía. Y aunque al despertar la realidad pesaría como siempre, en esa hora oscura entre el dolor y la esperanza, su corazón de niña sostuvo el mundo con una paciencia que los adultos habían olvidado. Al amanecer siguiente, a la herida y al cansancio, cuando el cielo era una lámina pálida y el aire olía a hierba húmeda y a humo de los fogones que despertaban, Isabelita salió cojeando hacia la plaza, porque dijo que el dolor no iba a impedirle

caminar, y porque dentro de su pecho, una terquedad dulce, le repetía que el mundo no termina donde empieza la humillación. La plaza de Santa Lucía de los Vientos se abría como un patio de tierra apisonada rodeado de portales y en el centro había un fresno antiguo que levantaba su copa como una mano abierta y allí, bajo su sombra, un hombre de cabellos blancos y barba corta enseñaba a un grupo de chiquillos que lo miraban con una mezcla de fascinación y confianza, y el hombre hablaba con una voz calma que hacía callar incluso a los

pájaros. Y mientras les mostraba una pequeña hoja perfumada y les pedía que la estrujaran entre los dedos y olieran su aceite, vio a Isabelita detenerse al borde del círculo. Vio su pie vendado con un trozo de tela y la manera en que trataba de apoyar más el talón que la planta para no avivar el dolor.

y sonró con esa clase de sonrisa que no se apoya en los labios, sino en los ojos, y dijo que pasara, que se acercara, porque toda pregunta merecía ser respondida por la sombra de un árbol generoso. Isabelita pensó por un segundo en retroceder porque dijo que ella no era de juegos ni lecciones, que debía llevar agua antes de que el sol subiera, pero la curiosidad era una brasa vieja en su pecho y se adelantó sin hacer ruido.

Y el hombre la miró como quien reconoce una historia antes de oírla y explicó a los niños que existía una planta humilde llamada manzanilla, que calmaba el vientre y apaciguaba el corazón. Y luego, sin mirar directamente a la niña, narró mucho conoció a una pequeña que cargaba cántaros más grandes que su esperanza y que todos le decían burrita, pero que esa niña, al aprender a escuchar el lenguaje de las plantas, entendió que cada peso era un entrenamiento del alma y no un castigo del cielo. Y cuando terminó el cuento, dijo que a veces el Señor prepara a sus hijos con cargas que parecen injustas

para que cuando llegue el tiempo de aliviar a otros, sepan cómo sostener el mundo sin romperse. Isabelita sintió que las palabras le golpeaban como una lluvia mansa después de meses de sequía y quiso decir algo, pero la voz se le enredó. Así que el hombre le tendió una hoja verde y le indicó con un gesto que la oliera.

Y ella obedeció y dijo que olía a casa limpia. y a cocina tibia y a esas tardes raras en que la vida parecía menos pesada. Y él respondió diciendo que la naturaleza habla sin soberbia y cura sin vanidad, y que quien aprende a servirla no vuelve a estar solo. Cuando los niños se dispersaron porque una campanilla lejana anunció el comienzo de la feria, el hombre se presentó diciendo que se llamaba don Basilio y que no pertenecía a nadie, salvo a Dios y al camino.

Y preguntó con delicadeza qué le había pasado en el pie. E Isabelita, como si al hablar se abriera una compuerta, contó que el cántaro estalló y un fragmento la cortó. Relató que dos peones quisieron ayudarla y que el mayordomo lo prohibió con la voz de su amo.

Dijo que volvió a bajar con el dolor atravesándole la carne, pero con la cabeza alta, porque alguien en su casa necesitaba pan. Y al terminar bajó la mirada con vergüenza por haber hablado tanto. Y don Basilio respondió diciendo que no había vergüenza en el coraje, que la vergüenza pertenece al que mira el sufrimiento y no tiende la mano.

Y añadió con serenidad que veía en sus ojos una llama que no debía apagarse con lágrimas inútiles. Entonces, con un gesto que mezclaba invitación y cuidado, dijo que si ella quería podía aprender el arte de las plantas medicinales, no como un oficio de superstición, sino como una disciplina de paciencia, observación y amor, la clase de conocimiento que levanta cuerpos y limpia espíritus.

y explicó que había caminado por valles y montes, que su maestro, un viejo boticario de Segovia, le había enseñado a mirar los ciclos de la luna para secar las flores sin robarles el alma, a macerar raíces en aceite de oliva para que su fuerza entrara por la piel, a escoger el momento exacto en que la flor no es promesa ni recuerdo, sino presencia.

y dijo que estaba buscando desde hacía tiempo a alguien que guardara el saber con honestidad, alguien que no convirtiera la curación en moneda de soberbia y que cuando la vio sostener el cántaro como quien sostiene una cruz, entendió que quizá por fin había encontrado a esa persona.

Isabelita, que hasta entonces había sostenido la vida con dientes apretados, sintió que una puerta se abría por dentro, pero preguntó con miedo si ella, una niña que no sabía leer, podía aprender algo que pedía estudio. Y don Basilio respondió diciendo que leería con los dedos, con la nariz, con la lengua y con los ojos, que la tierra es el libro más antiguo y que él se encargaría de las letras cuando hicieran falta, que lo único que exigía era una promesa, no usar el conocimiento para humillar a nadie y no negárselo al que no pueda pagarlo.

Ella respondió diciendo que lo juraba por su madre y por la memoria de su padre. Prometió que si aprendía a sanar, no dejaría a nadie atrás. Y mientras hablaba se dio cuenta de que su voz ya no temblaba. Entonces don Basilio abrió su morral de cuero y sacó un pequeño cuaderno atado con cordel.

Sus páginas eran de papel áspero y estaban llenas de dibujos de hojas, notas sobre temperaturas, calendarios de recolección y pequeñas oraciones agradecidas. Y sacó también un saquito con semillas doradas y negras, que parecían ojos diminutos mirándolo todo, y dijo que en ese morral había caminos y que si lo seguían con paciencia llegarían a donde la pobreza no manda.

y se lo entregó con una seriedad suave, que tenía algo de ceremonia y algo de abrazo. E Isabelita lo recibió apretándolo contra el pecho como quien recibe un nombre nuevo. Esa misma tarde, antes de que el sol se escondiera por detrás de las colinas, caminaron juntos hacia un lomo de tierra que quedaba detrás del río, una pendiente donde el viento corría limpio y la tierra, al abrirse con la asada respiraba un olor oscuro y fecundo. Don Basilio explicó que allí plantarían tres guardianas.

así las llamó, la manzanilla para el sosiego del corazón, la árnica para las heridas del cuerpo y la valeriana para las noches en que la mente no encuentra cama. Y mientras hablaba, hincaba el mango de la herramienta, con la precisión de quien ha bailado con la tierra toda su vida, y detalló que debían orientar los surcos para que la primera luz les acariciara las hojas jóvenes, que había que dejar distancia suficiente para que el aire corriera entre las plantas y no se les pegara el moo, que el agua debía ofrecerse como un vaso y no como una inundación, porque la abundancia

excesiva también mata. Y cada instrucción tenía una música de sentido que Isabelita escuchaba. con los ojos abiertos como lunas. Ella respondió diciendo que podía llevar agua del pozo en jarras pequeñas para no agitar su herida. Dijo que podía arrancar las hierbas malas con paciencia.

confesó que se sabía el ritmo del sol por el calor en la nuca y que usaría ese conocimiento para protegerlo sembrado. Y don Basilio asintió con una alegría tranquila y agregó que el secado era un arte aparte, que cuando recogieran las flores de manzanilla debían ponerlas sobre mantas de lino a la sombra, nunca al fuego directo, porque el sol les roba el alma a las flores cuando se acerca demasiado, y que para la árnica convendría preparar alcolaturas con las flores frescas y ocultarlas del ojo del día durante 40 noches, y que la valeriana, reina de lo

escondido, debía desenterrarse Justo cuando la sabia retrocede, porque solo entonces su raíz entrega la calma sin mezquindad. Isabelita repetía en voz baja las instrucciones y decía que no las olvidaría. Y para demostrarlo, comenzó a abrir con la mano buena un pequeño surco y dejó caer tres semillas de manzanilla, como si estuviera bautizando la tierra. Y el viento se detuvo un instante y todo pareció escuchar.

Durante semanas, la rutina de Isabelita cambió su piel sin cambiar su corazón. Porque dijo que ahora se levantaba con la aurora, no para subir a la sierra de la humillación, sino para subir a la colina de la esperanza. Y el pie, aunque dolía, obedecía mejor cuando tenía un propósito digno.

llenaba jarras pequeñas en el pozo, las llevaba con cuidado, humedecía los surcos hasta ver el brillo justo y luego se sentaba al borde de la sombra a repasar con los dedos las láminas del cuaderno donde don Basilio había dibujado la forma exacta de la hoja de árnica y había anotado que su olor es a monte abierto y su tacto a lana áspera, y más tarde se unía al maestro para caminar entre las plantas silvestres y aprender sus nombres secretos.

Y él decía que las ortigas también enseñan respeto y que el romero es una lámpara y que la ruda guarda la casa si se la trata con dignidad. Y ella respondía diciendo que no volvería a pasar junto a un matorral, sin preguntarle quién eres y para qué vives. Algunas tardes, cuando el cielo se encendía con colores de barro cocido, don Basilio la llevaba a un galpón de tablas donde habían colgado cuerdas gruesas para secar las flores, y explicó que la paciencia es el horno de lo invisible, que un remedio apurado es un pecado pequeño que se paga en gran dolor. Y mientras acomodaban cabezas amarillas de manzanilla sobre cestos de

mimbre, le contaba historias de caminos, de enfermos aliviados, de boticas donde los frascos de vidrio reflejaban la luz como si guardaran pedacitos de cielo. Y en cada historia Isabelita escuchaba la posibilidad de un mañana distinto. Por las noches, en su camita de tablas, abría el cuaderno con las manos todavía oliendo a verde y a sol, y decía en voz baja que no sabía leer todas las letras, pero que entendía los dibujos y las flechas y los calendarios, y que cada página le parecía una llave y cada semilla una puerta. Y prometía que el

saber no moriría con ella, que llegaría a su madre, a Catalina, a Juanito y a quien lo necesitara. Y cuando cerraba el cuaderno, apoyaba la mejilla en la madera tibia y dejaba que el cansancio, ahora un cansancio limpio, la abrazara sin miedo.