La mañana en que se abrió el testamento, la bandera estadounidense que ondeaba frente al bufete del centro yacía inmóvil bajo el calor del verano, y el sello del colegio de abogados brillaba en la puerta de cristal, como si juzgara quién merecía justicia… y quién no.
Me llamo Eleanor. Tengo 69 años. El día que se leyó el testamento de mi marido, mis hijos se repartieron 30 millones de dólares como si fueran jugadores de póker. Steven heredó empresas constructoras. Daniel heredó una cadena de restaurantes, mansiones, apartamentos de lujo, coches deportivos… absolutamente todo. Y después de 45 años de matrimonio entregado, después de dedicar toda mi vida a esta familia, recibí un sobre polvoriento que parecía un basurero.
Mi nuera Jessica se burló de mí y me dijo: «Al menos puedes quedarte con tu parte ahí, suegra». Steven ni siquiera me miró. Daniel suspiró, como si mi presencia fuera una carga. Humillada y destrozada, salí de ese despacho sintiendo que mi vida no valía nada. Pero no sabían que esa noche, al abrir ese maldito sobre en la tranquilidad de mi hogar, encontraría algo que lo cambiaría todo para siempre.
