Tras la muerte de mi hijo, mi amigo se mudó. Lo que descubrí después me destrozó de nuevo.

Aunque la extrañaba, me alegré de que estuviera buscando nuevas oportunidades.

Un día, decidí visitarla por sorpresa.
Al abrir la puerta, se quedó paralizada, pálida y con las manos temblorosas.

Preocupada, entré y lo que vi casi me desmayó.

Allí, en su sala, había un pequeño monumento que había creado para mi hijo.

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