Encendí el teléfono —todavía funcionaba—. Lo primero que abrí fue la mensajería. Allí encontré un chat con su amiga.
15 de febrero, 22:17
Hija: Ya no puedo soportarlo más.
22:18
Amiga: ¿Qué pasó?
22:19
Hija: Papá volvió a gritarme. Dijo que si mamá se entera de una sola palabra, hará que las dos nos arrepintamos…
22:21
Amiga: Dios, me estás asustando… ¿Te golpeó?
22:22
Hija: Sí… no es la primera vez. Tengo un moretón en el brazo, le digo a mamá que fue en la escuela, pero… tengo miedo.
22:24
Amiga: ¡Tienes que contarle a tu mamá o ir a la policía, esto es demasiado serio!
22:26
Hija: Dijo que me matará si hablo. Le creo, cuando se enfurece da miedo…
22:28
Amiga: Pero no puedes guardarte todo esto…
22:29
Hija: Te lo cuento porque no puedo a nadie más. Si me pasa algo, recuerda: fue él.
Esas frases me quemaban las manos como fuego. Cada mensaje se grababa en mi mente. Los releía una y otra vez, y en mi memoria aparecían imágenes: sus ojos asustados, cómo se cerraba en sí misma en los últimos meses.
Entonces comprendí lo que me había negado a creer: mi hija no se había ido por voluntad propia. Se convirtió en víctima de aquel a quien yo consideraba la persona más cercana.
