Marta en la cocina preparando desayuno. Claudia dejó su bolsa, le dio a Renata sus cosas para dibujar y se puso a trabajar. Estaba barriendo el pasillo del segundo piso cuando escuchó la puerta principal abrirse. No le dio importancia al principio, pero en cuanto oyó la voz lo supo. Julieta había vuelto. Sus pasos eran distintos, tacones que resonaban con fuerza, con intención.
bajó del segundo piso y la vio entrando a la sala con un vestido entallado color vino y una bolsa de marca colgando del brazo. Saludó a Marta como si fueran viejas amigas, aunque nunca habían sido cercanas. Luego miró alrededor como si estuviera inspeccionando. Claudia siguió con su trabajo tratando de pasar desapercibida, pero no tuvo suerte.
Julieta caminó hacia ella con una sonrisa fingida y la saludó con un tono que parecía amable, pero traía veneno escondido. Buenos días, Claudia, ¿verdad? Claudia se limpió las manos con el trapo y respondió con respeto. Buenos días. Sí, señorita. Qué gusto que sigas aquí. Me habían contado que últimamente te has vuelto parte muy importante en la casa”, dijo con una voz suave, pero cargada de doble sentido. Claudia no respondió, solo bajó la mirada y siguió barriendo. Julieta no se movió.
“Debe ser bonito trabajar aquí, sobre todo cuando el jefe empieza a sonreír otra vez. Eso no se veía desde hace años.” Claudia levantó la mirada con calma, sin caer en provocaciones. “Solo hago mi trabajo, como siempre.” Julieta sonrió con los labios, pero no con los ojos. Claro, pero me imagino que no cualquiera logra hacer reír a Leonardo.
Eso no es parte del contrato, ¿o sí? Claudia sintió que la sangre le subía al rostro. No gritó, no respondió con enojo, solo respiró hondo y siguió con lo suyo, pero por dentro cada palabra le había calado. Más tarde, mientras preparaba las habitaciones de arriba, Renata corrió hacia ella con un dibujo en la mano. Mira, mami, es Leo y yo en el columpio. Claudia lo miró.
Era un dibujo sencillo de palitos, pero lleno de ternura. Ella lo abrazó y le dijo que estaba bonito. En ese momento, Julieta apareció en la puerta. Escuchó todo. Caminó hacia Renata con esa sonrisa falsa y se agachó para verla de cerca. “Así que tú eres la famosa Renata.
” La niña la miró con desconfianza y se escondió un poco detrás de su mamá. Julieta rió. No seas tímida. A mí también me gusta dibujar. Aunque claro, a tu edad solo dibujaba casas de muñecas. No millonarios en columpios. Claudia la miró directo. Ya no pudo quedarse callada. Con permiso, voy a seguir trabajando. Y se llevó a su hija. El ambiente cambió. Se sentía denso, tenso. Julieta no era tonta. Sabía lo que estaba haciendo.
Estaba marcando territorio. No porque quisiera a Leonardo, sino porque no soportaba que alguien como Claudia, una mujer sencilla, sin apellido, sin fortuna, tuviera lugar en esa casa. Esa tarde Leonardo llegó de una reunión, entró por la puerta principal, saludó rápido y fue directo a su estudio. Julieta lo siguió. Claudia alcanzó a verlos entrar.
No escuchó todo lo que hablaron, pero las voces se alzaron. Marta también lo notó. Desde la cocina, ambas intentaban fingir que no pasaba nada, pero los gritos bajitos se escuchaban igual. Tú sabes lo que haces. En serio, ¿crees que esto va a terminar bien? No es tu vida, Julieta.
Daniela no estaría de acuerdo con esto, ni con esa mujer ni con esa niña aquí. Daniela está muerta y tú no eres ella. Silencio. Después, pasos rápidos. Julieta salió del estudio con el rostro tenso. No dijo adiós. Solo agarró su bolsa, cruzó la sala con la cabeza en alto y salió. La puerta se cerró con fuerza. Leonardo no volvió a salir, se quedó encerrado en su estudio todo el resto de la tarde.
Claudia no se atrevió a acercarse, no quería empeorar las cosas, solo abrazó más fuerte a Renata esa noche cuando terminaron de limpiar. Ya de regreso en su casa, Claudia intentó no pensar demasiado, pero era imposible. Julieta no había venido a visitar, había venido a poner límites, a marcar su lugar, a recordarle quién era ella y quién no era Claudia, pero algo dentro de ella se encendió. No era rabia, era dignidad.
Ella no estaba ahí para robar nada, solo trabajaba, cuidaba a su hija y agradecía cada pequeño gesto de cariño que había nacido sin forzarse. No tenía planes, ni estrategias, ni juegos. Solo tenía su vida, su historia, su dolor y ahora una pequeña esperanza de que no todo estuviera perdido. Esa noche, mientras Renata dormía, Claudia miró por la ventana del cuarto y pensó en todo.
En Julieta, en Leonardo, en ella misma. No sabía que venía después, pero sí sabía algo. Nadie iba a hacerla sentir menos por ser quién era. Era martes y aunque el clima estaba tranquilo, Claudia sentía dentro del pecho una especie de zumbido que no la dejaba en paz. Había pasado el fin de semana entero dándole vueltas a lo que había ocurrido con Julieta, la forma en que la miraba, los comentarios venenosos disfrazados de amabilidad y lo más grave, lo que le había dicho a Leonardo.
Esa frase no se le iba de la cabeza. Daniela no estaría de acuerdo con esto. Claudia sabía que no era su culpa, que ella no estaba haciendo nada malo, pero también entendía cómo se veían las cosas desde afuera. Era la empleada, era la mujer que limpiaba los baños, no alguien con quien un hombre como Leonardo debía involucrarse y eso, aunque no lo quisiera aceptar, le dolía. Ese día salió de casa con Renata de la mano, como siempre, pero más callada.
No cantaban camino al camión. No jugaron a contar los coches rojos, solo caminaron en silencio mientras la niña la miraba de reojo, como preguntando si algo estaba mal. Claudia solo le acarició la cabeza y le dijo que estaba cansada, que todo estaba bien, pero no lo estaba. En su cabeza había un mar revuelto de dudas.
Al llegar a la casa, Marta la recibió con su sonrisa cálida de siempre, pero también con una mirada que decía más de lo que sus labios callaban. José les abrió el portón sin decir palabra, lo que era raro en él, y Claudia lo notó de inmediato. Algo estaba pasando. El ambiente no era el mismo. Era como si el aire pesara más de lo normal, como si todos supieran algo que ella no.
Se fue directo a la cocina a dejar sus cosas y luego al área de lavado. Mientras acomodaba los productos de limpieza, Marta se le acercó. Clau, ¿hablaste con el patrón? No, ¿por qué? Respondió un poco preocupada. Nada, solo se le nota raro. Desde el domingo está diferente. Claudia tragó saliva. No necesitaba más detalles. Sabía que Julieta había dicho algo, algo que había dejado marca.
Esa mañana trabajó en silencio, haciendo todo con más cuidado de lo normal. No quería equivocarse en nada. Leonardo no bajó, no asomó la cabeza, no preguntó por Renata. No hubo café en el jardín ni dibujos en el escritorio, nada. Era como si hubiera vuelto a ser el mismo de antes, el hombre silencioso, ausente, escondido en sus papeles.
A media mañana, mientras Renata dibujaba en su rincón de siempre, Claudia fue al comedor a limpiar los muebles. Al salir escuchó pasos. Era Leonardo. Venía bajando las escaleras con el rostro serio. No la miró. fue directo a la cocina, tomó una botella de agua del refrigerador y se sentó en la sala solo. Claudia lo observó desde lejos, dudando si acercarse o no. Respiró hondo y se animó. Buenos días, señor Leonardo. Él levantó la vista, asintió con la cabeza.
Buenos días, Claudia. Nada más. Ni una sonrisa, ni una pregunta, solo eso. Claudia sintió un vacío en el estómago. Se quedó parada unos segundos esperando algo, pero él solo volvió a mirar su celular. Se retiró sin decir más. Pasó la mañana y la tensión no bajó. Claudia intentó mantenerse fuerte, pero sentía como la inseguridad empezaba a invadirla.
Renata se dio cuenta, se acercó mientras ella doblaba ropa en el cuarto de lavado y le preguntó, “Mami, ¿leo ya no quiere jugar?” Claudia tragó saliva y se agachó a su altura. No lo sé, hijita. Tal vez tiene muchas cosas en la cabeza. ¿Está enojado contigo? No, mi amor, solo está ocupado. Renata no dijo más, solo se le subió a las piernas y la abrazó fuerte.
Claudia sintió que se le apretaba el pecho. Esa niña entendía más de lo que decía. Al final del día, antes de irse, Claudia se armó de valor. Tocó la puerta del despacho de Leonardo. Esperó. Pasa. Entró con pasos suaves. Leonardo estaba sentado en su silla con la computadora abierta frente a él. Perdón que lo moleste, solo quería saber si todo está bien.
Leonardo cerró la laptop y se quedó en silencio unos segundos antes de hablar. Sí, todo bien, ¿seguro? Sí, solo he estado pensando muchas cosas en poco tiempo. Claudia bajó la mirada. Entiendo. Leonardo la miró. Claudia, no quiero que pienses mal. No ha cambiado nada. Solo necesito espacio un poco. Ese espacio fue como una piedra en el pecho.
Claudia asintió tratando de no mostrar lo que sentía. Lo que usted diga. Buenas noches. Y salió. En el camino de regreso a casa. El silencio entre ella y Renata fue más largo que nunca. No hacía falta explicar nada. La niña lo sentía. Claudia miraba por la ventana del camión con los ojos brillosos y la mente revuelta.
Se sentía como si el piso se hubiera movido debajo de ella sin previo aviso. Esa noche, en la cama, abrazó a su hija más fuerte que de costumbre. No dijo nada, solo cerró los ojos y pensó que quizás lo de ellos solo fue un momento bonito, pero momentáneo, como un respiro entre tantas tormentas, una pausa nada más.
Pero muy en el fondo algo le decía que no era solo eso, que ese espacio no venía de él, que había algo más, alguien más, y que no iba a quedarse de brazos cruzados. Los días siguientes fueron duros. Claudia iba a trabajar con ese nudo en el estómago que no la dejaba tranquila.
Lo notaba en todo, en cómo Leonardo evitaba pasar cerca, en cómo ya no preguntaba por Renata, ni salía al jardín, ni se sentaba en el comedor a platicar como antes. Volvía a encerrarse en su despacho como en los primeros tiempos, solo que ahora dolía más porque ya sabían lo que era tenerlo cerca, reírse juntos, hablar como si no existiera ninguna diferencia entre sus mundos.
Y ahora todo eso estaba en pausa, o peor, en retroceso, Renata también lo sentía. Ya no jugaba con tanta emoción, no se acercaba a su rincón con la misma alegría. Preguntaba menos por Leonardo, pero su mirada siempre lo buscaba como si esperara verlo salir como antes, con un dibujo en la mano o una pregunta sobre Flores. Claudia le decía que estaba ocupado, que tenía mucho trabajo, pero en el fondo no sabía qué decirle.
No podía explicarle que tal vez estaban volviendo a ser invisibles hasta que un día todo reventó. Era miércoles y el clima estaba insoportable. Hacía calor, humedad y los nervios de Claudia no ayudaban.
Mientras limpiaba los marcos de las ventanas, Marta le comentó que Julieta había estado de nuevo por la noche, que no se quedó, pero sí hablaron largo rato. Claudia no dijo nada, solo siguió limpiando, pero por dentro hervía. Algo dentro de ella le decía que Julieta tenía que ver con ese cambio en Leonardo, que lo estaba presionando, manipulando o simplemente envenenando todo lo que apenas empezaba a nacer. Ese mismo día, Renata tropezó jugando y se raspó la rodilla.
Nada grave, pero lloró. Claudia corrió a auxiliarla y mientras la tenía sentada en una banca curándola con agua y una gasa, Leonardo apareció. Fue la primera vez que se acercó en días. se agachó junto a ellas, preguntó qué pasó. Renata lo miró como si no lo hubiera visto en semanas. Le dijo que se había caído porque la piedra no la vio.
Él soltó una risa corta sin poder evitarlo. Claudia levantó la vista y sus ojos se encontraron. Ese momento fue como una pausa, una de esas que lo cambian todo. Aunque nadie diga nada, Leonardo se quedó en silencio mirándola. Ella no lo apartó la mirada. Estaba cansada de fingir que todo estaba bien. Después de unos segundos, él se levantó.
“¿Puedes venir un momento después de terminar?” Claudia solo asintió. Pasaron las horas con el corazón latiendo más fuerte de lo normal. A las 6, cuando terminó todo lo que tenía que hacer, dejó a Renata con Marta y fue al despacho. Leonardo estaba ahí de pie junto a la ventana. Cuando entró, se dio la vuelta.
