Nuestros cuerpos lo sabían. Se activó una alerta silenciosa, legado de nuestros mecanismos ancestrales de supervivencia, que nos impulsó a huir de entornos potencialmente peligrosos.
¿Nuestra nariz percibe la proximidad del fin?
Esta pregunta, que roza el misterio, fascina cada vez más a los profesionales sanitarios. En las unidades de cuidados paliativos, numerosos testimonios describen momentos de “clarividencia terminal”: pacientes en sus últimas etapas de vida que recuperan repentinamente la plena consciencia, como un último regalo de lucidez antes de su partida.
Algunos investigadores plantean la hipótesis de que este fenómeno podría estar relacionado con una activación final de los sentidos. El olfato, particularmente sensible, detectaría entonces pequeños cambios químicos en el cuerpo… indicando al cerebro que se aproxima el gran cambio.
Una alerta discreta pero potente.
Sin que seamos plenamente conscientes de ello, nuestros cuerpos parecen capaces de detectar el inicio de la transición final. No de forma agonizante, sino como una percepción sutil que nuestros sentidos registran antes de que nuestra mente pueda siquiera conceptualizarla. Un ligero cambio en el aire ambiente, una sensación inusual en la piel, un olor indefinible… y nuestra psique se transforma suavemente en un estado de contemplación, paz interior, incluso de serena aceptación.
Nuestro olfato cuenta nuestra historia. Anticipa transformaciones, despierta recuerdos enterrados… y quizás también anticipa las despedidas definitivas.
