Se disculpó, entre lágrimas y con sinceridad, comprendiendo que la inclusión es parte de lo que hace que los momentos sean memorables, no solo las decoraciones y las fotografías.
La escuché en silencio y luego le tomé la mano. «Nunca quise arruinarte el día», le dije. «Solo quería que me vieran, no como un accesorio, sino como parte de su familia».
Me abrazó, prometiendo mejorar, prometiendo valorar más los corazones que las apariencias.
Y en ese momento, ambos aprendimos algo importante: el amor que excluye es frágil, pero el amor que abraza cada parte de nosotros —incluso las partes que el mundo a veces pasa por alto— es irrompible.
