Después de la muerte de mi esposa, eché a su hija de casa porque no era de mi sangre — Diez años después, la verdad que salió a la luz me rompió el corazón.

Ella asintió.
—Sí, pero está muy enferma. Tiene insuficiencia renal terminal. Necesita un trasplante urgente… y usted es un donador compatible.

El mundo se me vino abajo.
No solo seguía viva… era realmente mi hija biológica.

Corrí al hospital. Desde el pasillo, la vi: una joven delgada, pálida, conectada a tubos. Era ella.
Una enfermera me contó que la habían encontrado años atrás viviendo en la calle. Una pareja la adoptó, la ayudó a estudiar. Se había convertido en profesora de literatura. Pero la enfermedad la había alcanzado. Y antes de caer en coma, solo había dicho: “Si muero, intenten encontrar a mi padre”.

Entré a la habitación. Ella abrió los ojos.
Nos miramos largo rato. Luego sonrió débilmente.

—Papá… sabía que vendrías.

Caí de rodillas junto a su cama.
—Perdóname, hija mía. Fui un imbécil. Te fallé.

—No llores, papá —susurró—. Solo quería verte una última vez.

No lo permití. Firmé el consentimiento para la cirugía.
—Tomen lo que necesiten. Sálvenla.

Siete horas después, el médico sonrió.
—Ambos salieron bien.
Lloré de alivio. Pero la paz duró poco.
Días después, su cuerpo empezó a rechazar el riñón. La infección volvió. Cayó en coma otra vez.
Me quedé a su lado, hablándole, pidiéndole perdón una y otra vez.

Hasta que una mañana, entre los primeros rayos del sol, escuché una voz muy débil: