Los días siguientes seguí cumpliendo con mis deberes: cocinar, lavar, limpiar. Pero ya no esperaba abrazos ni palabras de cariño. Solo vivía en silencio, observando, preparando mi decisión.
Una mañana, puse los papeles del divorcio sobre la mesa, en el lugar donde él tomaba café. Cuando los tomó, me miró sorprendido. Yo sonreí, débil pero decidida:
—Cariño, ya lo entendí… No debo intentar retener un corazón que nunca me perteneció. Me voy, para que puedas vivir en tu mundo sin ataduras.
Él guardó silencio largo rato, con la mano temblando y los ojos enrojecidos. Pero al final, no dijo nada para detenerme.
El día que dejé esa casa, llevaba un equipaje ligero, pero un corazón pesado. Pesado de amor, de pena, de nostalgia… y, al mismo tiempo, más libre, porque sabía que había tomado la decisión correcta: liberar a los dos.
En el nuevo camino, me prometí vivir de otra manera. Una vida en la que mi corazón no tendría que esconderse detrás de ninguna sombra. Aprendería a amarme, y a esperar —si llegaba el momento— un amor verdadero, uno solo para mí, sin compartirlo con recuerdos ni fantasmas.
Y esta vez… juré que nunca más volvería a perderme a mí misma.
