Adrien Cortez entró en el gran vestíbulo del hotel de cinco estrellas Lancaster con su amante aferrada a su brazo.
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La risa de Serena resonaba suavemente mientras susurraba en su oído, su perfume se mezclaba con el aroma de las rosas que flotaba desde el salón pulido. Adrien sonreía con arrogancia, seguro de que esto era solo otro capricho en su vida de secretos y poder. Las lámparas de araña brillaban, el suelo de mármol relucía, y él entregó su tarjeta platino a la recepcionista con la altivez de quien cree que el mundo es su patio de juegos.
Pero en ese instante, su mundo se derrumbó.
Al otro lado del salón, caminando con autoridad silenciosa, apareció Celeste Cortez, su esposa. Pero ella ya no era la mujer destrozada que él había ignorado durante años. Vestía un traje color crema que irradiaba elegancia, sus pasos firmes, su presencia innegable. El personal susurraba en voz baja, las cabezas se volvieron mientras la realización se extendía por el vestíbulo. Adrien se quedó paralizado, su mano temblando sobre el mostrador.
Celeste no miró a Serena. Ni siquiera miró la tarjeta que Adrien intentaba recuperar. Su mirada se fijó solo en él, firme y fría, cargada con el peso de cada promesa rota. Y entonces, con una voz lo suficientemente clara para que todo el vestíbulo la escuchara, el gerente la saludó:
—Bienvenida de nuevo, señora Cortez. Como la nueva propietaria del Lancaster, su suite está lista.
A Adrien se le cortó la respiración. La mujer que pensó que podía dejar atrás ahora era dueña del mismo imperio que él creía controlar. Serena se tensó a su lado, dándose cuenta demasiado tarde de que estaba a la sombra de una esposa que había superado la traición. El vestíbulo quedó en silencio y Adrien sintió cómo las paredes de su fachada perfecta se derrumbaban a su alrededor.
Años atrás, Adrien había sido otro hombre: ambicioso, hambriento, pero también profundamente enamorado. Celeste había estado a su lado cuando luchaban, juntando ahorros para iniciar una pequeña empresa. Ella creyó en su visión, trabajó largas noches junto a él y construyó los cimientos de su éxito. Por un tiempo, parecía inquebrantable.
Pero la riqueza pone a prueba la lealtad. Las noches de Adrien se convirtieron en excusas, luego en mentiras. Celeste notó las marcas de lápiz labial que no eran suyas, los “viajes de negocios” que terminaban con cargos inexplicables, la distancia creciente en sus ojos. Cuando Serena apareció en su vida, Celeste ya lo sabía. No gritó. No suplicó. Llevó su dolor en silencio, canalizándolo hacia algo que Adrien nunca sospechó.
